Saturday, April 24, 2010

Mario Duarte no es de ese mundo


Albinson Linares es un periodista venezolano. Además es un gran tipo. Y lo mejor es que es amigo mío, alto pana que dicen en la república bolivariana. Albinson asistió al taller que la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano organizó con motivo del reciente Festival de Teatro. Julio Villanueva Chang fue el maestro y a mí me asignaron el rol de experto académico, papel que desempeñé con entusiasmo y alegría interior. Fue un lujo asistir a las sesiones y conocer al combo argentino, Mercedes y Mauro, y poder escuchar a Julio en primera fila. Albinson vio HABEROS QUEDADO EN CASA CAPULLOS! un par de veces, persiguió a Mario Duarte, amigo y actor de la obra, por media Bogotá y escribió esta buena crónica de todo ello. Gracias.


Esa tarde del marzo pasado, en un departamento del barrio bogotano de La Macarena, algo torturaba al ex tonto socarrón de Betty, la Fea. Mario Duarte sintió miedo y recordó cuando le tocó encarnar a Nicolás Mora, y no se lo contó a nadie porque le daba pena. Los aplausos de la treintena de espectadores del Festival Iberoamericano de Teatro que lo vieron en la obra ¡Haberos quedado en casa, capullos! no llenaban el vacío que sentía en la boca del estómago. En la pieza encarna a un padre que se sienta junto a su hijo para iniciar una diatriba sobre los límites de la libertad, el ocio lúdico, los riesgos de perder la vida en el trabajo y las constantes memorias de su niñez.

¡Haberos quedado en casa, capullos! es una serie de cuatro monólogos celebrados en sendos escenarios de este barrio surcado por estrechas callejuelas en las que abundan bares, bistrós y trattorias. Los 35 espectadores de cada interpretación ven a los actores a su lado, sentados en una barra, vociferando en la calle a través de las ventanas de un edificio o sentados frente a ellos en el living de un departamento.

La cacareada distancia de las tablas, el preciado estrado que eleva a los actores hacia las musas es abolido. Derredor suyo cada intérprete está cercado por la mirada impertinente, fija, obsesiva del público que es parte del escenario, de la puesta en escena.

Mario le pone punto final, es responsable del sabor de boca que el público se lleva a casa. Baja las escaleras, envarado y somnoliento. Se sienta frente a su “hijo”, abre una cerveza águila fría y exclama: “No vas al colegio mañana. Vas a salir a ganarte la vida. Y vas a conocer lo que significa ganarse la vida ahora; así, cuando seas mayor, te puedes reír de todas las formas de ganarse la vida. Sobre todo de las honradas. Que son las que más risa dan”. Entonces se inicia un descenso hacia los infiernos. Una catarsis final donde no hay violencia, sólo retazos de recuerdos tiernos mezclados con desencanto puro, con la furia fría.

En la tragedia occidental es un tema recurrente que a un hombre le sea dado pronunciar un discurso antes de morir. Aunque en nada varía su destino, se le permite maldecir al fatum y a los dioses largamente. Esa potente mezcla de narcosis narrativa, borrachera digresiva y delirantes juicios que arrancan carcajadas es lo que experimenta el público en esta obra.

Pero esa tarde Mario se percató de que el niño con el que trabajaba había cambiado. En 16 meses pasó de ser un chiquillo lector, aplicado en cada escena, a un jovencísimo rockero que lo miraba desafiante, retándolo como si fuese su padre real. Recordándole que él también miraba así a su edad, antes de que la vorágine del rock lo sacara de casa.

“¡Ah, es eso, carajo!, con razón”, exclama el actor al sentarse en una poltrona luego de dilucidar junto a Marc Caellas, uno de los directores de la obra, los motivos de su reciente desazón. Cargado con el temperamento de su personaje agita los hombros y habla con dos chicas. Bromea y las hace reír mientras todos ven el atardecer sangriento de esta Bogotá encapotada. Una rubia dice que le encantaría que lloviese y salir por las calles de La Macarena recitando Shakespeare. Quizá quiere ser una de las hijas del Rey Lear.

“Hago teatro porque me encanto con las cosas. A veces no hay planes pero la gente se empeña en creer que sí. Voy a sentarme unos minutos tranquilo, para pensar mejor y ya vuelvo”, dice Mario y se aleja. Un viejo de barba con cierto aire solemne apura un trago y exclama con crudo acento paisa antes de irse: “Lo de Mario es fuerte porque tiene al público cerquita. Él los siente, los ve y muchas veces no le gusta lo que ve. Los actores olvidan que el público es su espejo y a medio metro es imposible no verlos”. Era el guionista Alberto Quiroga.

Al fondo de la sala el intérprete sorbe con lentitud una cerveza como para sacarse de encima la sombra del padre que acaba de encarnar. O el pánico leve de tener un hijo rebelde.

Los miedos y las crisis de nervios son lujos que los actores pagan caro, como bien saben los terapistas. Y Mario Duarte lleva más de 20 años buscándose entre los escenarios y los divanes freudianos. Por esos días en que Bogotá se estremecía con la dramaturgia se prescribió una dosis tóxica de actuación que rebasaba las 14 horas diarias. En las mañanas acudía a las grabaciones de Amor en Custodia, telenovela donde encarna a Tango, un guardaespaldas de muy malas pulgas. En las tardes actuaba en su monólogo y por las noches era un espectador más del Festival Iberoamericano de Teatro.

Desde 1988, cada dos años Bogotá es tomada por decenas de grupos provenientes de los cinco continentes. Asediada por las tablas que lo invaden todo: teatros, museos, aceras, y calles, la ciudad se deja conquistar durante 18 días. Este 2010, más de 120 compañías de 32 países visitaron la capital colombiana atestada de amantes del teatro que peregrinaron desde los más diversos rincones geográficos. Esto explica el rostro avaro y plácido con el que Mario Duarte mira sus boletas para la función de esta noche. Se trata de La Odisea montada por el grupo de Teatro de los Andes.

“Me encanta el teatro. Creo que se debe a mi corta experiencia en estos trabajos actorales y en la música. En los proyectos artísticos hay una necesidad propia del que lo crea o ejecuta y otra del que lo va a recibir. Siento que se conjugan cuando una sociedad lo necesita”, explica con llaneza al tiempo que mira el brillo del reverso de las boletas.

En su departamento campean los libros y discos, en un espacio generoso revestido de madera y pisos de parquet. La casa del actor parece un vasto camarote bien provisto de literatura y música donde se resguarda del naufragio cotidiano. Su director y amigo Marc Caellas suele hablar sobre la profunda inmersión que Duarte logra en cada rol. Sin llegar a la esquizofrenia stanislavskiana, deja mucha piel en las tablas. Roza los límites de cada personaje y exaspera el carácter heredado, quizá de esa otra vida en la que fatigaba las noches bogotanas cantando. Sin trazas de la mala leche catalana que lo distingue, el director asevera: “En Mario nada es tan obvio. Una cosa es la imagen que le han creado los medios y otra como es él realmente. Una persona que se pone retos, que se exige mucho, que se implica en el proceso creativo y que no se cree el rol de estrella que le han asignado”.

(la continuación acá...)
http://prodavinci.com/2010/04/24/mario-duarte-no-es-de-este-mundo/

Monday, April 12, 2010

Los Capullos en RADAR


Mercedes Halfon escribe para Radar su visión del Festival Iberoamericano de Bogotá. Para leer el artículo completo aquí. Nos incluye entre las cinco obras destacadas del Festival. Gracias!

radar

Domingo, 11 de abril de 2010

TEATRO > LO MEJOR DEL FESTIVAL DE TEATRO DE BOGOTA
La ciudad de Mikey

Por Mercedes Halfon

Desde Bogota

Es raro que un programador sea el protagonista de un evento. Pero eso sucede con el Festival Iberoamericano de Bogotá. Su creadora y directora, Fanny Mikey, una actriz argentina radicada en Colombia a fines de los ’50, es el icono indiscutido de la fiesta. Fanny murió el año pasado, pero eso no cambia nada. Un muñeco de ocho metros y cuatrocientos kilos manejado por veinte titiriteros la recrea en el desfile inaugural, su cabello rojo flúo y sus piernas míticas son el logo del festival y aparecen como una estampita religiosa flameando en afiches, banderas y flyers en cada rincón de la ciudad.

Hay razones para amar a Fanny. Fue ella la que pergeñó esta fiesta gigantesca en un país castigado por la violencia, la que llevó al glamour tropical a sus puntos más altos, la que le dio a Colombia una identidad cultural teatrera y cosmopolita. Por supuesto, circulan cientos de historias sobre ella. Se dice, por ejemplo, que antes de cada nueva edición llamaba a un chamán indígena para que hiciera un ritual para que no lloviera durante esos días. Que fue capaz de llevar adelante el festival aun después de que pusieran una bomba en el Teatro Nacional, y no le tembló el pulso al hablar con el presidente de Colombia para exigirle más apoyo, y gritarle eso de que the show must go on. Que era amiga de cuanta celebridad pisaba Colombia, y que junto a ellos festejaba cada cierre del evento en Fama, su isla privada. Una mujer que se maquilló hasta casi los ochenta años tres veces al día, siempre con el mismo artesano del rouge, pero cuando la sorprendieron en esa tarea escondió a su amigo y confidente en un armario.

Con su afro rojo característico y su debilidad por la rumba, Fanny creó ese Festival Teatral hiperbólico, caluroso y colorido. El más grande de America.

A diferencia de lo que sucede con nuestro Festival Internacional de Teatro local, en Bogotá hay tantos espectáculos callejeros –en plazas, en veredas, itinerantes– como espectáculos en salas. Los espacios considerados no-teatrales no son la excepción sino casi la norma. Por eso las artes escénicas como el circo, el clown o el teatro de calle ocupan un lugar privilegiado en la programación. Así fue como se pudo ver desde una impactante versión polaca de Macbeth con motos a altas velocidades y fuego en una plaza, hasta un elenco de clowns que tomaron la forma de la omnipresente Fanny Mikey e iban paseándose por las distintas sedes del festival como clones de la actriz, sorprendiendo a incautos o simplemente posando para la foto. La mezcla de disciplinas reinante llegó a su paroxismo con el Circo Colombia, un circo tradicional con payasos y acróbatas aéreos, sólo que hecho por militares profesionales del ejército colombiano.

De las más de ochenta compañías de cuarenta países que hicieron funciones podrían escribirse libros enteros. Y como en todos los festivales: es imposible ver todo. Pero algunos de los espectáculos que se presentaron durante esos vertiginosos días produjeron la sana envidia de lo que sería bueno hacer, o por lo menos ver de nuevo en Buenos Aires.

...

¡HABEROS QUEDADO EN CASA, CAPULLOS!

Una panorámica de la ciudad en manos de un argentino

Un chico con una credencial del Festival de Teatro de Bogotá espera en una esquina con un paraguas abierto. No llueve, sin embargo la gente se acerca y espera porque sabe que algo va a pasar. Está a punto de comenzar Haberos quedado en casa, capullos, una singular pieza teatral que sucede en cuatro escenarios del barrio La Macarena, justo en el corazón de Bogotá.

Treinta y cinco espectadores realizan un recorrido por distintos interiores y exteriores. La obra se inicia con un exaltado monólogo femenino en un rincón de un parque, continúa en la barra de un bar donde otra mujer habla, dando cuenta de las bebidas existentes. Los espectadores siguen su camino hacia un edificio cercano y, desde la ventana de un apartamento en el segundo piso, son testigos de la aparición repentina de un hombre en la calle que da un discurso sobre las palizas que reciben los mendigos. En el mismo apartamento más tarde, un niño intenta leer mientras su padre le da extrañas lecciones de vida. Este último personaje es interpretado por una rara y famosa avis colombiana: Mario Duarte, un ex rockero under devenido antigalán de Betty La fea y ahora vuelto al teatro.

Los directores de la pieza son el colombiano Manuel Orjuela y el español Marc Caellas, quienes se fascinaron con el texto de Rodrigo García, un argentino radicado en Madrid. García es famoso en Europa con su compañía Carnicería Teatro, y casi desconocido en nuestro país. Algo que debe ser urgentemente corregido.

Friday, April 09, 2010



La Obra

¡Haberos quedado en casa capullos!
De manera insólita y sorprendente, esta obra sucede en cuatro escenarios del barrio La Macarena, en el centro de Bogotá. Treinta y cinco espectadores son invitados a realizar un recorrido por distintos lugares del barrio, el cual inicia en un rincón de un parque con un monólogo de Jimena Durán. La obra continúa en un restaurante, y allí, en la barra, Patricia Tamayo levanta la voz, con claros síntomas de ebriedad, mientras a su lado alguien duerme otra borrachera. Los espectadores siguen su camino hacia un edificio cercano y, desde la ventana de un apartamento en el segundo piso, son testigos de la aparición repentina de un hombre en la calle que da un discurso sobre las palizas que reciben los pordioseros o mendigos.

En el mismo apartamentoy cuando el tipo desaparece de la calle, un niño lee juiciosamente en la sala, mientras su padre, (nterpretado por Mario Duarte), le habla en un último monólogo, en el cual se entremezclan recuerdos de su niñez con una visión soberbia, irónica y pragmática que el padre tiene de la vida.

Una obra impredecible de formato fascinante.

Los directores

Manuel Orjuela C.
Nació en Bogotá en1971. Es maestro en arte dramático de la Escuela Nacional de Arte Dramático de Bogotá. Ha dirigido I took Panama (codirección), Blanca nieves y los siete enanitos, El Inspector (codirección), La Impaciencia del corazón, Hombres en escabeche (codirección), Las Tardes de Manuela, Carta de una Desconocida y ¿Se siente usted bien?

En 2005 y 2006 dirigió ART y Pequeños crímenes conyugales, y acompañó en Barcelona, España, el proceso de montaje de Carta de una desconocida. Entre 2004 y 2008 trabajó como director de artistas de varios largometrajes: El Carro (dirigida por Luis Orjuela), La pasión de Gabriel (dirigida por Luis Alberto Restrepo) y Los viajes del viento (dirigida por Ciro Guerra).

En 2008 dirigió Simplemente el fin del mundo, en coproducción con el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá. Su última puesta en escena es Haberos quedado en casa, capullos en codirección con Marc Caellas.

Marc Caellas
Nació en Barcelona en 1974. Es gestor cultural, blogger y director teatral. Ha realizado diversos proyectos teatrales en Miami, Caracas y Bogotá.

Entre sus proyectos teatrales más importantes se cuentan: La cena (de Giuseppe Manfridi), La noche de Molly Bloom (de Sanchis Sinisterra), El amor de Fedra (de Sarah Kane) y 25 años menos un día, (de Antonio Álamo).

En Bogotá, codirigió Haberos quedado en casa capullos (de Rodrigo García), junto a Manuel Orjuela, y presentó Los críticos también lloran, en homenaje al fallecido escritor Roberto Bolaño.
La compañía

Asociación Lodhe
Creada en septiembre de 2004 como iniciativa del director Manuel Enrique Orjuela Cortés, la Asociación Lodhe tiene el fin de invitar a diversos actores a participar en cada montaje según los requerimientos y características específicas de cada obra y de cada actor.

Entre las producciones del grupo se destacan: La impaciencia del Corazón (2004), Carta de una desconocida (2005, presentada en España, Miami y Bogotá), Simplemente el Fin del Mundo, presentada en el XI Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, en el Ulster Bank Dublin Theatre Festival de Irlanda, en el Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz, España, en Porto Alegre Em Cena, Brasil, y en Caxias Em Cena, Brasil; y Haberos quedado en casa, capullos, estrenada en Bogotá en 2008.

El dramaturgo

Rodrigo García
Nació en Buenos Aires en 1964, hijo de un carnicero y de una verdulera, españoles ambos. Escapó a su destino gracias al teatro y dejó Argentina para instalarse en Madrid. En España creó la compañía Carnicería Teatro, abrió la sala La Cuarta Pared y, desde allí, empezó a conquistar el mundo del teatro de vanguardia con obras como After Sun, Prometeo, Jardinería humana, Rey Lear, Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba y dos monólogos, Borges y Goya, que han sido representados en París, tanto en español como en francés.

"Siempre traté el teatro casi como un campo de batalla", dice Rodrigo García, consciente de que la violencia de sus piezas y el lenguaje crudo que utiliza en ellas hacen que se le considere a menudo como un provocador. El carácter político de su trabajo, el humor, la acumulación de objetos de la vida cotidiana, delirios y productos comestibles son algunos de los elementos recurrentes de un teatro que, a veces, integra elementos autobiográficos.